Donde empieza el camino

Los tránsitos migratorios internacionales en Latinoamérica son parte de la historia de la región. Los conflictos políticos y sociales, las crisis económicas y las tradiciones culturales han movilizado miles de personas que han recorrido el continente en búsqueda de nuevos lugares para asentarse. Sin embargo, la crisis migratoria venezolana no tiene precedentes.

Según la OEA y ACNUR el éxodo venezolano es el más grande de la historia del hemisferio occidental desde la segunda mitad del siglo XX. En este momento, es la segunda crisis migratoria más grande después de la de Siria. A junio de 2021 se calcula que han emigrado del país bolivariano 5’636.986 personas, y las cifras podrían ser mayores, pues el tránsito por pasos fronterizos ilegales hace difícil monitorear la cantidad real de migrantes.

La dificultad para realizar los trámites migratorios legales en Venezuela, las medidas de control fronterizo que han implementado los países vecinos y la falta de políticas migratorias adecuadas para responder a una movilización humana de esta magnitud, han abierto enormes vacíos de protección que amenazan la vida de quienes escapan del hambre, la violencia, la enfermedad y la falta de oportunidades.

Con la llegada de la pandemia del COVID-19, la cual motivó nuevas disposiciones en temas de salubridad y restricciones en la movilidad, la situación se agravó. Los cierres de fronteras, los confinamientos, los toques de queda y las medidas de cuarentena impactan desproporcionadamente a las personas refugiadas y migrantes, quienes no cuentan con ahorros ni redes de seguridad social alternativas que les permitan puedan cubrir sus necesidades básicas o acceder a servicios vitales.

En este panorama, los migrantes venezolanos encuentran barreras en todas las direcciones. Tanto en su país natal como en las comunidades hacia las que se dirigen no encuentran garantías para el goce efectivo de sus derechos. Esto ha generado transformaciones en el flujo migratorio: cuando las medidas en los países de acogida dificultan la subsistencia, se registra un movimiento de retorno hacia Venezuela; pero cuando los países de la región dan muestras de apertura y reactivación económica, las personas emprenden de nuevo viajes hacia el extranjero, principalmente Colombia, Chile, Perú, Argentina, Ecuador, Brasil y Panamá.

Un movimiento de este tipo es, de partida, una condición de vulnerabilidad que dificulta los esfuerzos por reconstruir sus hogares, lograr ingresos fijos y ayudar a sus familias; pero cuando no hay formas legales de realizar este tránsito el camino se complica.

Colombia es uno de los países más importantes en este flujo migratorio, tanto porque es paso obligado para quienes van en tránsito a otros países como porque acoge el 31% de la población venezolana migrante. Sin embargo, contrario a lo esperado, el país no diseñó medidas diferenciales que cuiden de la población en constante tránsito, profundizando una de las practicas migratorias más peligrosas: el caminar.

Desde el inicio de las cuarentenas, las empresas formales de servicio de transporte exigen a sus pasajeros extranjeros, para la compra de tiquetes, un documento de identificación, permiso de permanencia o pasaporte sellado. Este requisito es una imposibilidad para el 56% de migrantes venezolanos en Colombia quienes se encuentran de forma irregular en el país. La única alternativa es caminar por las carreteras de Colombia con la esperanza de encontrar un aventón o “cola”.

En Colombia, la mayoría de Caminantes inician su ruta en Cúcuta hacia la ciudad de Bucaramanga, en donde buscan rutas para dirigirse a las principales ciudades de acogida: Bogotá, Medellín, Popayán, Cali y el Eje Cafetero. En este primer trayecto, se enfrentan a diversos pisos térmicos, alcanzando en algunos puntos de la vía altitudes de más de 4000 msnm. Uno de los puntos más difíciles es el paso por el Páramo de Berlín, un tramo de condiciones extremas que en determinados periodos del año puede alcanzar los -7°C, implicando una alta exigencia física y emocional. A esto se le suma una carretera con alto desnivel, riesgos de accidentalidad y una dificultad agudizada por las obras que se encuentran desarrollando en la vía, lo que genera agotamiento, miedo y desesperanza.

Estas dificultades han develado la poca preparación con la que cuentan los migrantes: en la vestimenta, en las medidas de seguridad, en la alimentación y en el conocimiento de la ruta. Justamente en este tramo se detectó el mayor vació de protección para esta población, pues, con motivo de las medidas para frenar al COVID-19, los albergues existentes se encuentran cerrados, por los que las familias han tenido que dormir en las orillas de la vía y no cuentan con ningún tipo de orientación.

El caminar es en este momento la única opción para quienes están en búsqueda de un nuevo horizonte. Las carretas de Colombia se han convertido en corredores permanentes para las personas venezolanas, pero los recorridos que andan los exponen a toda clase de riesgos. Es una realidad que, además, por suceder en lo más profundo de nuestro territorio, está pasando desapercibida en la ciudadanía. Exigimos garantías para los migrantes, pedimos que sus opciones de movilización no sean las más victimizantes y buscamos resignificar el caminar como un acto de esperanza y resistencia.